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sábado, 29 de enero de 2022

La Odisea de una Silla

Sobre el martes fue, sobre el martes,

cuando la silla llegó… (“Romance del Sinelo” -fragmento-)

En realidad llegó el lunes 17, pero ya sabéis cómo son estas cosas: cuando menos te esperas que llegue el paquete, va y llega; y sí, en realidad sabía que llegaría ese día, pero para una hora y cuarto que estuvimos ausentes… ¡una y cuarto! Ya es puntería. Total, que quedé con el repartidor en que me la trajera el martes.

Nada más empezar observé que la caja tenía algún agujero, y además la tapa no estaba bien cerrada; aunque esto último no parecía justificar la pérdida de ningún componente, de modo que decidí confiar en que dentro tendría todo lo necesario.

El mismo día antes de que empezara “Julia en la Onda” desembalé todas las piezas, miré las instrucciones y me puse a hacer inventario. Según el texto indicaba, debería haber que ocho tornillos preinstalados, cuatro en el asiento y cuatro en el respaldo, pero por más vueltas que les daba no los veía por ninguna parte. Había unos agujeros, pero los tornillos, ni fuera ni dentro. De todas formas traté de ser positivo y empecé a montar todas las piezas; hasta fui capaz, con mi destornillador automático, de apretar los tornillos de la placa que va fijada bajo el asiento, pero en cuanto llegué a los últimos tornillos para fijar los brazos, nada, ni rastro. Lo que me costó un huevo fue montar las ruedas en su soporte. No parecían entrar a presión, y aunque el extremo del vástago tenía una especie de rosca, tampoco parecían entrar a rosca, de modo que las colocaba cada una en un hueco, pero quedaban tan sueltas que al darle la vuelta al soporte las ruedas se salían. Todas. Probé a echarle pegamento Imedio a los huecos donde había que insertarlas, pero aparte de llenar el suelo y hasta el edredón (a falta de otra superficie cómoda la estaba montando sobre mi cama), además de mis dedos, obviamente, no logré ningún efecto significativo.

De modo que con todo mi pesar, desánimo y cansancio fui desmontando todo, no sin trabajo en parte porque estaba todo muy bien encajado y en parte porque yo no terminaba de encajar mi sensación de derrota. Busqué una escobilla de esas finas para limpiar cosas estrechas que sabía que estaba por algún sitio, y con eso procuré limpiar un poco los restos más visibles de pegamento. Reparé el cierre de la tapa añadiendo cinta de envalar, y rellené en la web los datos para preparar la devolución.

Al día siguiente, miércoles, debería haber llevado a Correos el paquetorro, que pesaba como un muerto, pero aún me quedaba cubrir los dos agujeros y hacer una asas con la propia cinta de envalar para poder trasladarla más fácilmente, y no tenía ganas de hacer nada, de modo que decidí dejar la cosa para el día siguiente.

Entonces recibí una llamada desde Barcelona de una señora muy amable que se interesó por los motivos por los que deseaba devolver la silla. Me dijo que sería mejor para todos que comprara yo mismo los tornillos que faltaban y que le enviase la factura.

Aquella solución, que ni se me había pasado por la cabeza, me dio ánimos. No recuerdo si esa misma tarde o al día siguiente, el jueves, me acerqué una ferretería para comprar los tornillos. Llevaba las instrucciones para que el dependiente viera de qué tamaño los necesitaba. De modo que compré los tornillos, metalizados, como suelen ser, aunque los de la silla eran negros, pero me daba (aunque odie esta expresión) con un canto en los dientes; al menos tenía los tornillos que faltaban. De camino pasé por un chino para comprar un juego de llaves Allen, o como se llamen, de esas que se usan para los tornillos de cabeza hueca (o como se llamen).

De nuevo me puse a montar la silla, pero antes decidí probar los tornillos porque los que me habían dado me parecían demasiado grandes para los agujeros donde se suponía que debían ir insertados. Efectivamente, no había manera de hacerlos entrar. De modo esta vez llevé el asiento a la ferretería para que el empleado pudiera medir los tornillos in situ, o in el asientu, por así decirlo. El chico hizo algunas pruebas ante mí, se llevó el asiento y un tornillo al interior del establecimiento, oculto detrás de enormes estanterías, y apareció con un tornillo medio insertado; llevaba en la mano otro tornillo de similares medidas pero de color negro, y le pregunté si no tenía más como ese y me dijo que no. Así que recogí mis tornillos metalizados, dejando el negro sobre el mostrador, y salí de allí con la sensación de ser el rey de los torpes.

Había caminado pocos metros cuando oí unas voces a mi espalda. Era el empleado, llamándome; me entregó el tornillo negro diciendo que “igual me haría falta”. A mí me emocionó su generosidad: encima que le había molestado por una tontería, encima, ¡me regala un tornillo! Me fui más ancho que de costumbre. Ya en el piso me puse a montar de nuevo toda la silla. Esta vez para las ruedas, como había exprimido hasta la última gota del ya de por sí maltrecho tubo de Imedio, esta vez usé otro y lo apliqué con mucho más cuidado. Tampoco hizo mucho efecto, salvo en dos de las ruedas. Dos de cinco era un suspenso en toda regla. De modo que traté de montar el resto de la silla, pero cuando llegué a los tornillos, de nuevo fui incapaz de colocarlos. Sólo en una posición entraban, pero en las demás tropezaban con algo.

Harto y desilusionado me acosté pensando alternativas para el día siguiente. Por ejemplo, para fijar las sillas pensaba usar un tubo de masilla que había comprado (para hacer una reparación que luego tampoco fue necesaria) y, en el peor de los casos, prescindir de las ruedas; total, con tener un asiento a la altura adecuada ya me bastaba.

Aquella noche hice algo de lo que me avergüenzo profundamente, pero estaba tan desesperado que… en fin, sé que sabréis perdonarme: en la cama, consulté un tutorial en YouTube. Lo primero que hizo el tío del vídeo fue colocar las ruedas: las presionó con fuerza y encajaron a la perfección. ¡Claro, cómo no se me había ocurrido! Me dormí ilusionado, esperando ver en el resto del vídeo al día siguiente la solución a todos mis problemas con aquella silla. De modo que el viernes me levanté y después de desayunar lo primero que hice fue visualizar aquel vídeo completo, pero aparte de las ruedas no me resolvió más que una pequeña duda sobre la fijación del sistema de ajuste de altura al tronco de la silla.

Intenté hacer como en el vídeo, apretar las ruedas con fuerza contra el hueco, pero siempre he cultivado la inteligencia mucho más que la fuerza, de modo que no había manera. Además, os recuerdo que esta vez el pegamento sí que había funcionado con dos de las ruedas, por lo que no iban ni para afuera ni para adentro. Rebusqué entre las herramientas un martillo, y así sí, a base de golpear el lado opuesto a las ruedas conseguí que entraran todas, ¡incluso aquellas a las que el pegamento había atascado!

En cuanto a los tornillos, viendo que no había manera de hacerlos entrar en su sitio intenté perforar aquel tapón de distintas maneras, incluyendo una reproducción a escala de una espada toledana (un souvenir que mi hermano se dejó en casa cuando se casó), pero no había manera. Estaba empezando a considerar la posibilidad de recurrir al taladro, cuando observé algo muy curioso: el agujero donde los tornillos encajaban aparecía como en crudo, basto, mientras que los demás tenían un reborde negro saliente, como metálico, perfectamente definido. Entonces una pequeña luz, como de una cerilla de aquellas de las gordas, se me encendió en el cerebro: cogí una llave Allen (o como se llamen), la apliqué a uno de aquellos huecos negros, y la hice girar como desatornillando y… ¡voilá!, he aquí que apareció un tornillo negro, casualmente, como aquel que me había regalado el de la ferretería. Me entró tal alivio que me desaparecieron de la piel una veintena de granos y hasta algunos lunares.

Una vez desentrañados el misterio de los tornillos y el de las ruedas, me dediqué animosamente a montar la silla entera, sobre mi cama, la monté entera salvo los brazos y el respaldo, la agarré del asiento para bajarla al suelo, y ¡voilá!, me quedé con el asiento en las manos mientras el resto de la silla caía al suelo. A cualquier otra persona aquello le habría parecido un grave defecto de diseño, puesto que las piezas que se habían soltado no iban sujetas de ninguna forma, sino que simplemente iban encajadas basándose en la idea de que dado el uso para el que la silla estaba pensada, se suponía que el conjunto se mantenía unido per sé, por su propio peso, más el peso de quien la usara.

Así pues, volví a colocar todo en su sitio, pero ahora directamente en el suelo. A continuación, con inestimable la ayuda de mi madre, aunque no sin dificultad, coloqué los brazos y los sujeté al asiento con sus tornillos, y luego, con algo más de dificultad tuve que buscar la posición exacta del respaldo para conseguir que todos los tornillos coincidieran con sus agujeros correspondientes, lo que logré ayudándome de una técnica aprendida de mi padre: usar un palillo de dientes como guía.

La conclusión es que la presencia de agujeros en el embalaje me condicionó para pesar que faltaría algún elemento. La forma y color de los tornillos insertados, que los hacían parecer agujeros, tampoco ayudaron, unido al hecho de que por alguna razón yo estaba convencido de que éstos debían de venir a medio insertar. Para terminar de complicarme la cosa, el empleado de la ferretería no me dijo claramente que los tornillos venían insertados; él le vendió ocho tornillos a un imbécil que en realidad no sólo no necesitaba ninguno (al menos para la silla de oficina), sino que encima le creyó generoso al "regalarle" aquel tornillo negro de punta cónica que tan bien encajaba en el agujero. Seguro que la historia le servirá para echarse unas risas durante generaciones.

En fin, si no servís para nada, procurad que al menos la gente pueda reírse con o de vosotros. Por cierto, la silla es negra; los tonos verdes son una jugarreta del flash.