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sábado, 5 de diciembre de 2015

En Defensa de la Tauromaquia (por una solución intermedia)

El sol dibuja una cuña sobre las gradas repletas de gente. Los del tendido de sombra agradecen inconscientemente no hallarse al otro lado. La desnudez de aquellos jóvenes que danzaban ante los toros y saltaban ágilmente por entre sus cuernos ha sido sustituida por un hombre, que simboliza la virilidad, vestido con un deslumbrante traje cuyo ajuste emula la impúdica exhibición de antaño. Ante él, la bestia a la que el mayoral, en un alarde de imaginación e ironía, bautizó como "Cafetito".
El torero disimula sus formas tras el capote, cita al animal, le hace moverse de acá para allá desgastando su fuerza, que previamente ha sido mermada por sus subalternos, los banderilleros y el "picaor". Pero la sangre no chorrea por el lomo del animal, y mucho menos la vierte éste por el morro. La piel del lomo luce plena, intacta, tal y como entró en la plaza.
El matador, como aún se le llama, lo cita para la suerte suprema. El animal le embiste y el maestro le pincha con puntería y destreza con un estoque, aparentemente igual a los que usaban sus antecesores. Pero en la punta, que ya no es del mortífero acero habitual, idéntica a la de las  banderillas y la de la puya, una medida aguja inyecta en el animal la calculada y definitiva dosis que le debilita hasta el sopor.
Si lo merece a juicio del respetable y del presidente de la corrida, "Cafetito" despertará en el paraíso terrenal de la dehesa rodeado de vacas que montará en su momento. Si no, quizá viva hasta el final de sus días en la dehesa, o quizá termine yendo al matadero como otras reses, para servirle al ser humano de alimento.
Sinelo

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