El sol dibuja una cuña
sobre las gradas repletas de gente. Los del tendido de sombra agradecen
inconscientemente no hallarse al otro lado. La desnudez de aquellos jóvenes que
danzaban ante los toros y saltaban ágilmente por entre sus cuernos ha sido
sustituida por un hombre, que simboliza la virilidad, vestido con un
deslumbrante traje cuyo ajuste emula la impúdica exhibición de antaño. Ante él,
la bestia a la que el mayoral, en un alarde de imaginación e ironía, bautizó
como "Cafetito".
El torero disimula sus
formas tras el capote, cita al animal, le hace moverse de acá para allá
desgastando su fuerza, que previamente ha sido mermada por sus subalternos, los
banderilleros y el "picaor". Pero la sangre no chorrea por el lomo
del animal, y mucho menos la vierte éste por el morro. La piel del lomo luce
plena, intacta, tal y como entró en la plaza.
El matador, como aún se
le llama, lo cita para la suerte suprema. El animal le embiste y el maestro le pincha
con puntería y destreza con un estoque, aparentemente igual a los que usaban
sus antecesores. Pero en la punta, que ya no es del mortífero acero habitual,
idéntica a la de las banderillas y la de
la puya, una medida aguja inyecta en el animal la calculada y definitiva dosis
que le debilita hasta el sopor.
Si lo merece a juicio
del respetable y del presidente de la corrida, "Cafetito" despertará
en el paraíso terrenal de la dehesa rodeado de vacas que montará en su momento.
Si no, quizá viva hasta el final de sus días en la dehesa, o quizá termine
yendo al matadero como otras reses, para servirle al ser humano de alimento.
Sinelo
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